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NOCHES BLANCAS

  • johnlakelake
  • hace 7 horas
  • 2 Min. de lectura

CUANDO TRASNOCHAR VALE LA PENA

La cita es en Boedo 640 un viernes a las 23.15. Un largo pasillo que conduce a la sala original de Timbre 4 encuentra a un público abigarrado, expectante, deseoso de tomar contacto con uno de los autores clásicos, que, lamentablemente, no abundan en la cartelera teatral porteña. En este caso, Fedor Dostoievski, con su obra “Noches blancas”, logró llenar la platea.  

La entrada a la Sala Boedo sorprende con una luz tenue de tonos azulados, con la presencia de espaldas del inquilino (Mario Alegre) y amor de la joven Nastenka, vestido con un largo sobretodo y un sombrero de copa, que ponen un clima especial. Una suave música como introducción da lugar a la palabra, elemento esencial en el cuento del autor ruso. El tamaño del auditorio, la cercanía del público y la excelente dicción de los intérpretes permiten disfrutar con claridad la prosa del autor de “Crimen y castigo”, que bien podría ser apta para una audiencia hipoacúsica, tan reacia a presenciar todo aquello que no sea subtitulado. Susana Giannone, en el rol de Nastenka, tiene los mayores desafíos al ser responsable de algunos párrafos lanzados en forma de “latiguillos”, que son los más difíciles de comprender. Por suerte sale airosa de su cometido, en tanto que Fidel Araujo, el joven hipersensible, tiene un decir más pausado, acorde con su personaje rodeado de melancolía, que favorecen la comprensión. Algunas toses, insistentes e inoportunas, en la función que presenció este cronista, en especial en el segmento de la tercera noche, que impidieron la percepción precisa de los diálogos, se hubiesen evitado con un pequeño recipiente con caramelos en el ingreso.

Una de las grandes incógnitas era la resolución de la Segunda noche, en la cual el protagonista tiene a su cargo un extenso monólogo en el cual le pide a la joven que no lo interrumpa para poder contarle su historia en tercera persona. Si bien en el texto es uno de los momentos más preciados que definen la personalidad del joven soñador, en la obra hubiese sido engorroso, complejo y hasta aburrido tener silenciada a la protagonista por un largo lapso. Por suerte, la adaptación de Leo di Nápoli, con muy buen criterio, toma los conceptos fundamentales que permiten mantener un intercambio fluido entre los intérpretes, lo cual le sienta muy bien a la obra. Por otro lado, el recurso del mapping, que se utiliza para las transiciones entre cada encuentro, no es intrusivo, su inclusión permite recrear una atmósfera que por momentos se torna mágica.

Di Nápoli recreó un clásico para un espectador inteligente, su puesta sugiere, estimula la imaginación, la vistió con todos los elementos necesarios para que el espectador sienta estar presente en San Petersburgo a mediados del siglo XIX. Para ello contó con la presencia en escena de dos grandes actores, con una gran experiencia en el teatro off de Buenos Aires, que transmitieron con una claridad diáfana sus anhelos y sus ilusiones. Araujo, por un lado, fue el fiel reflejo de la soledad, el vacío y el aislamiento que caracterizan al joven, en tanto Giannone desplegó con acierto los resquemores y dudas de su personaje. En suma, una muy buena propuesta que bien vale una trasnochada.

 


 
 
 

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