EL ARTE DE LA CRUELDAD
Un internado para niños kurdos en una remota región de Anatolia oriental, en la Turquía asiática, es el único escenario donde se desarrollan los dramáticos acontecimientos en menos de veinticuatro horas. Rodeado de montañas con un clima gélido, las autoridades del establecimiento parecen contagiarse de la temperatura ambiental debido a la frialdad con la que se relacionan con el alumnado. La primera escena dará las pautas del manejo y el vínculo entre los pupilos y sus superiores. La ducha semanal masiva se convierte en una tortura física y psicológica para los jóvenes que deben soportar reprimendas, castigos corporales y condiciones inhumanas de aseo. Más que un hogar de contención, el aire que se respira es represivo, con órdenes y directivas propias de un régimen castrense despiadado que se basa en el maltrato, cuyo fin parece ser generar subalternos sometidos y no personas.
Una de las tantas sanciones aplicadas durante el baño desencadena una serie de eventos que se tornan incontrolables. Uno de los niños obligado a ducharse con agua fría, mientras la temperatura exterior ronda los 35 grados bajo cero, amanece enfermo al día siguiente. Solo Yusuf, su compañero de cuarto de once años de edad, se preocupa por el estado de inconsciencia del amigo, ya que es el único que alerta a los maestros que se muestran indiferentes. La enfermería del lugar, en la que reza un irónico póster con la leyenda “Las vacunas protegen la salud”, es manejada por un alumno de los cursos superiores que solo entrega aspirinas. De a poco los maestros y el director perciben el problema, se involucran, pero chocan con la adversidad climática, inconvenientes técnicos de infraestructura, pero por sobre todo por la propia incapacidad y negligencia demostrada en la tutela de los menores. “No tiene fiebre” repiten todos como una muletilla en una clara muestra de inmadurez, a modo de expiación. Comienza una danza de culpas donde las responsabilidades pasan de mano en mano, mientras el paciente sigue sin atención médica, en un juego de intimidaciones que se acrecientan a medida que disminuye el rango. Un juego de poder que refleja la historia turca, donde siempre prevaleció el dominio del más fuerte con opresión de las minorías, en este caso los kurdos.
La película, que obtuvo el premio FIPRESCI en el Festival de Berlín del 2021, se asemeja por el entorno y por el trato dado a los pensionados al film dinamarqués “The Day Will Come” (Jesper W. Nielsen – 2016), con la salvedad de que Nielsen retrataba un orfanato a principios de la década del sesenta. En cambio, el director turco de origen kurdo, Ferit Karahan, en un relato autobiográfico, se refiere a hechos más recientes.
El uso de la cámara en mano, la ausencia de banda sonora, los ambientes ascéticos y los colores pálidos son rasgos que acentúan la cultura de la crueldad, el desamor que se huele por todos los rincones, en un film sencillo pero potente que refleja una realidad social marcada por el desamparo y la impotencia.
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