LAS PENURIAS DE UN TAXISTA
El catalán Daniel Calparsoro tiene una extensa filmografía entre series para la televisión y largos para la pantalla sin acreditar una obra que lo destaque. “Atentado en Madrid”, rebautizo local de “Todos los nombres de Dios”, es un thriller sin muchas pretensiones, que bien podría formar parte del catálogo de una plataforma en la sección “pasatiempos intrascendentes”.
Santi, el todoterreno Luis Tosar, es un taxista que se ve afectado por un atentado en un aeropuerto de Madrid. Al querer colaborar con los damnificados, recoge al herido equivocado, ya que se trata del único terrorista sobreviviente que lo toma como rehén. En su huida la tensión inicial entre ambos disminuye y cuando los vínculos parecen encaminarse hacia una salida pacífica, un volantazo en la trama pone nuevamente en peligro al atribulado conductor, al ser convertido en una bomba humana por la organización guerrillera, que exige su exhibición para los medios por la Gran Vía de la capital española.
A partir del ataque en la estación aérea varias líneas narrativas atraviesan la trama. Por un lado, las penurias del rehén y su secuestrador, por otro lado, el entorno familiar del taxista con un pasado traumático a cuestas, los miembros de la organización terrorista y su accionar, la intimidad del hogar del guerrillero que decidió no inmolarse y las fuerzas del orden que intentan primero ubicar al terrorista sobreviviente y luego desarmar el artefacto explosivo.
A cargo del operativo se encuentra Pilar (Inma Cuesta) en un rol parecido al de Itziar Ituño en la primera temporada de “La casa de papel”, ya que debe lidiar con sus pares y superiores, todos hombres que ponen en jaque sus decisiones. A partir de la mitad del metraje el guión se centra en los dos protagonistas: Pilar y Santi. Los roles secundarios, salvo el del terrorista, no tienen un desarrollo adecuado y solo sirven de complemento para dar pie al accionar de la jefa de inteligencia y a la víctima del fanatismo religioso.
Lo mejor de la película está en los momentos de tensión (una bomba a punto de estallar siempre tiene al espectador agarrado a su butaca), apoyados por un montaje vertiginoso y una cámara que nunca se queda quieta. Si bien la cara de susto de Luis Tosar no ayuda mucho, la historia no decae y se la puede seguir como un pasatiempo sin complicaciones, un producto bien servido sin ninguna hilacha suelta que ponga en duda al auditorio.
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