El superior siempre tiene la razón y más cuando no la tiene
Cuesta creer que, en más de ciento veinte años de cine, la filmografía francesa que tanto ha hurgado en su historia no haya realizado en tanto tiempo una producción de envergadura en torno al sonado caso Dreyfuss, que a punto estuvo de desencadenar una guerra civil. Roman Polanski, víctima y victimario a lo largo de su vida, encontró en la historia del oficial judío acusado injustamente de espía, una nueva analogía con su situación personal. El antisemitismo, el hombre perseguido y encerrado, acosado por la presión mediática han marcado su obra desde el antihéroe que componía Jack Nicholson en Chinatown (1974), el torturado músico de El pianista (2002), el político envuelto en un escándalo en El escritor oculto (2010).
Al abordar el tema, la originalidad del director y del autor de la novela Richard Harris, es haber puesto el foco en el coronel Picquart (Jean Dujardin) y no en Dreyfus (Louis Garrel) o el escritor Zola, como lo habían hecho los ingleses en Dreyfus (1931) y Yo acuso (1958) en el primer caso, y el cine de Hollywood en la más conocida La vida de Emile Zola. El capitán inculpado en este caso queda fuera de campo en gran parte de los acontecimientos, es un fantasma que sobrevuela las escenas. París fue el epicentro de las acciones con reuniones, espionajes, ceremonias, protestas y manifestaciones. La investigación que lleva a cabo Picquart como Jefe de Inteligencia del Ejército, permite a Polanski desplegar una narrativa de suspenso con reminiscencias hithcockianas con gran dominio del lenguaje cinematográfico. El relato fluye de manera clara, transparente, sin golpes de efecto junto a un gran diseño de producción y a una banda sonora minimalista a cargo de Alexandre Desplat que contribuyen a sumergir al espectador en un entorno de intrigas, sospechas, encubrimientos y mentiras.
El protagonista, antisemita más por tradición que por creencia, es un hombre de honor que se opone al espíritu del ejército del cual forma parte, para él la verdad y la justicia están por encima de todo. No comparte el lema sobre la razón irrefutable del superior, lo demuestra cuando le contesta a su subalterno Henry: “Puede que sea su ejército, comandante, pero no es el mío”. Dreyfus, en sus escasas apariciones aparece frío y distante, no se lleva bien con Picquart al cual siempre le hace reclamos, no está en sus intenciones establecer una amistad con el que le devolvió la libertad. Por eso, ninguno de los dos llega a conformar de manera satisfactoria. Tampoco el pueblo sale bien parado, una masa exaltada que apoya o condena en función de lo que dictamine la prensa o los dirigentes. Todos los personajes que transitan la trama sufren penurias físicas y psicológicas: Dreyfus atrapado en la Isla del Diablo, Picquart en su prisión parisina, Zola condenado por difamación, Henry encarcelado, la amante del coronel (Emmanuelle Seigner) repudiada por su vínculo amoroso, el abogado Labori (Melvil Poupaud) víctima de un disparo, la cúpula militar enjuiciada por la prensa. Esta atmósfera de encierros y persecuciones está muy presente en la escenografía hábilmente diseñada por Jean Rabasse, por un lado, con ese juego de llaves y cerraduras de cajas fuertes, cajones y armarios, por otro lado, con la elección de ambientes oscuros de oficinas, juzgados, cárceles y viviendas.
Por último, se destacan dos escenas, la inicial con la degradación de Dreyfus tomada por la cámara con un plano largo y frío pese a la pomposidad grotesca de la ceremonia, que pone de manifiesto el padecimiento interior del capitán y la indiferencia y trivialidad de las autoridades presentes. La otra, tiene lugar frente a una estatua griega que observan Picquart y el investigador Desvernine, donde se antepone el concepto de reproducción frente a los de falsificación y manipulación. Finalmente, el error judicial más famoso de Francia llegó a las pantallas gracias al director de El bebé de Rosemary (1968). Una reflexión sobre el abuso del poder que pone en el tapete el hecho de juzgar sin conocer, la búsqueda simplista de un “chivo expiatorio”, la manipulación de la verdad. El mérito es de Polanski, que, junto a sus colaboradores, llenó con creces un vacío de la cinematografía francesa.
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